LAS TRES MUJERES
Una fotografía en blanco y negro en formato cuadrado, nos muestra un espacio abandonado donde aparece una mujer, es uno de los innumerables autorretratos de Francesca Woodman.
No hay moradores aparentes, tal vez sólo ella que se adueñó del espacio. Estaba estudiando en Providence, donde había instalado hogar y estudio en una destartalada tienda. Con frecuencia buscaba espacios deteriorados y no era difícil encontrar casas en desuso rodeadas de pantanos que también usó para otras fotos. Lugares donde se funde con los troncos de los árboles o se sumerge en las aguas para mimetizarse con las raíces de un árbol.
A menudo sus fotos son sobre sí misma.
Hoy sólo tenemos sus fotografías para buscar esa verdad que se presenta con tanta fuerza, una evidencia del abandono que tanto duele, que va dejando huellas en la vida apacible de una niña, mientras en su interior se va gestando una que no se habla, que tan sólo se expresa involuntariamente en imágenes construidas, una creación, un tableau vivant de sí misma.
Esa presencia-ausencia que se vislumbra a través de un cuerpo oculto y en movimiento o escondido como un camaleón. Francesca es así, que no sea fácil encontrarla en sus fotos, porque quiere fundirse para que no sea evidente su presencia.
Parece un día luminoso, probablemente de otoño, tal vez de media tarde por la luz que se proyecta en el suelo. Las paredes están gastadas por el tiempo, extremadamente gastadas, al punto que parece un set. Sin embargo hay un aire de verdad, o eso es lo que quiero creer, que me hace recordar una antigua sala familiar donde se escuchan palabras que ya no están. Queda el vacío, el rumor de los recuerdos y ese aire espectral que se intensifica con la luz y la figura evanescente.
Los padres dicen que ella era alegre, que sus fotos tienen humor. ¿Pero qué humor vemos en ellas? Más bien veo soledad, dolor de una herida que no se cierra. Los padres no vemos esas heridas. Se van gestando lejos de nosotros, en lo profundo del alma a la cual no tenemos acceso. Vamos a su lado viviendo una realidad paralela y esas emociones que se anidan, se encastran, tienen orígenes inexplicables, que a veces parten de un detalle, una ausencia, un malentendido que en el silencio y en el tiempo, terminan grabando la vida.
Y tal vez esa es también mi existencia.
Puedo reconocerme, apoyada contra la muralla desgastada, mi cabeza sobre la esquina inferior de la ventana por donde nace una grieta que avanza hasta perderse en un gran guardapolvo. Esa imagen que se revela más y más, a medida que me acerco, es la foto con mi disfraz de Alicia. Mis rasgos de niña, mis ojos azules y mi pelo terminado en chasquilla, que a pesar de lo difuso de la imagen, puedo ver. Ese día me dijeron que había ganado el segundo lugar. No recuerdo haber estado en algún escenario ni aplausos, pero en la foto que aparezco junto a mi hermano disfrazado de pirata, estamos parados en un muro alto, a una altura distinta, como anticipando ese desenlace. Éramos dos amigos caminando juntos por esa senda de la vida que recién comienza y donde él me protegía. En algún momento todo fue cambiando. Como una briza que mueve suavemente un bote, pero que de tanto moverlo, un día en la madrugada, a esa hora que nadie lo ve y nadie puede evitarlo, la amarra se va liberando fibra a fibra en cámara lenta, hasta soltarse por completo.
Tengo puesto mi vestido con delantal que me hizo mi madre, pero está cubierto por el papel mural que he movido justo para el momento de la foto y que no ha alcanzado a cubrirme por completo y ha quedado mi imagen media velada. Todo ha sido tan rápido que he dejado un pie a la vista. Es mi zapato de niña con sus medias blancas que tan bien recuerdo. Mi disfraz era tan simple pero tan real, tan perfecto. Me había conseguido un conejo que tenía una pata rota, por lo que tenía que tomarlo firmemente contra mí, para que nadie se diera cuenta. Pero la manera que encontré me acomodaba, ese día se convirtió en mi apéndice. Era como arrullar un niño pequeño para dormirlo.
No sé que me dio por disponer los pedazos de azulejos rotos en el suelo. Ahora que los veo nuevamente, parece un tipo de ejército organizado estratégicamente. Como esos juegos que inventábamos con mi hermano, donde agrupábamos los soldaditos. Pero lo mejor eran las trincheras que hacíamos con almohadas mientras nos tirábamos cosas por el aire y que a veces terminaban mal. Aquí la luz ha dado de lleno en ellos y sus cortes rectos y afilados apuntan hacia mí. Eso me perturba. Entonces recordé lo que dicen respecto de los perros: ellos se dan cuenta cuando tienes miedo, por lo que trate de relajarme y respiré, una y otra vez, profundo, como esperando que no me advirtieran. Eso fue lo que hice.
Junto a mi pie y a un lado, en el piso, he dejado fósforos quemados, de los planos de cartón que venían en sobrecitos para hacer publicidad. Fue un momento largo de espera, esas esperas donde el tiempo se hace eterno, por lo que pude quemar uno a uno todos los fósforos de esas cajitas que le habían dado a mi padre y que no usó porque no fumaba. Los fui juntando de a poco, queriendo pensar que se los habían regalado para mí tal vez. Como esas cucharitas de café con las que llegó un día. Abrió una cajita rectangular y vi dentro, seis cucharitas pequeñas, como de niña. ¿Cómo mi padre podía haber sabido que me gustarían tanto?… solté una expresión de asombro que me quitó el aliento, todavía lo recuerdo. Pero justo al momento de recuperarme para decir algo, mi padre cerró la caja. Me quedé viendo su parte exterior forrada en terciopelo azul. Fue la única vez que las vi. Nunca supe que pasó con ellas y muchos años después las busqué infructuosamente en la casa de mis padres. Ahora tenía todos esos fósforos con los que podía contar el tiempo. Arrancarlos desde su base y frotarlos, una, dos, hasta tres veces, porque nunca fueron fáciles de prender. Ver como se encendía la punta y apagarlos de un suave soplido, tan suave como pudiera, lento, lento como la espera. Y ese día tampoco llegó nadie. Entonces queme todos los fósforos de esas cajitas. Pude ir leyendo su publicidad, chilenos y argentinos, porque a veces mi abuela los traía de allá. Reconocí el nombre Yarur, Nugget y muchos más. Tuve tiempo para quemarlos y también para amontonarlos a mis pies, para componer la escena como yo quería hacerlo.
En el piso de tablas de madera pueden verse sus vetas marcadas por las sombras, evidenciando el desgaste que ha creado texturas. La madera se está haciendo frágil, quebradiza, seca y opaca como la piel de quien envejece. Pero hay una fuerza vital en esas líneas que avanzan sin dubitaciones en perspectiva hacia el espectador, mientras un clavo grande, un solo clavo levemente doblado, aparece arbitraria pero determinadamente en ese lugar. Y viene a mí el recuerdo del cordero, ese que carga lo que los otros no pueden o no quieren cargar y terminamos haciéndolos propios. Como cuando asumí que ese era mi destino, sin importar cuán poco podía cargar una niña de cuatro años. Hay conceptos que gravitan sobre nosotros aunque no los profesemos, que ya son sólo parte de la humanidad y que se anidaron en ese camino por el desierto de reflexión interior, quedando plasmados para siempre en la individualidad de cada ser y que hoy, soy yo.
En la muralla allá arriba entre las ventanas, alguien rompió el muro dejando un buen hoyo, por donde puede divisarse una parte de su estructura. Con una extraña sensación de temor y curiosidad me he parado justo bajo él y con disimulo, como si alguien estuviera mirándome, agacharme para disponer en el vértice sobre el piso, un pedazo de papel mural rasgado, apoyado contra la muralla.
Nunca me han gustado los espacios oscuros y lúgubres que me recuerdan los sótanos llenos de telarañas. Sin embargo me atrevo a desafiar mis miedos y acerco mi oído contra el muro, como si fuera a escuchar algo. Un suave soplido que mientras mas escucho, mas se parece al viento y lentamente va transformándose, se convierte en algo ininteligible que alcanzo a percibir. Es un murmullo, que al principio es casi imperceptible y que luego, poco a poco se va aclarando, hasta que un sobresalto me anima a afinar mi oído y logro descifrar...
Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Helena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges…
y muerta de espanto primero y de asombro después, me desplomo un momento tratando de comprender el maravilloso estado del descubrimiento, me muerdo los labios, aprieto mi delantal con mis manos, miro al cielo, miro el agujero y comprendo. Empiezo a caminar lentamente en círculos ordenados para luego empezar a desordenarlos, solo porque si, solo para tener tiempo de comprender, para dejar mi respiración entrecortada, llorosa y feliz a la vez. Caigo al suelo sobre mis rodillas y me abrazo. Me lleno de dicha y anido la esperanza que en alguna parte de este lugar bendito, esté mi Aleph, la esfera donde se conjuguen todas las imágenes del universo, todas las direcciones, las vidas y mis vidas también y los espejos del planeta donde todo se refleje y en ninguno de ellos me refleje yo. Es tal vez mi inconsciente, la suma del todo de todos los tiempos, mis antepasados y los que vendrán, ese legado, lo bueno y lo malo, lo que tengo que vivir, porque nací de mis padres y mis abuelos, mi herencia, mas alegrías que tristezas, digo yo.
Entonces sentí algo parecido al vértigo y lloré, lloré sin saber del tiempo. Así, cansada de emoción, fui lentamente y con pesadumbre acomodando otros pedazos de papel, sin entender para que, en forma desordenada hacia el centro de la sala, como una especie de camino, de esos que jugábamos a que no se podían pisar las líneas cuando éramos pequeños. Pero éste no tiene líneas, sino limites y volúmenes que no quiero estropear con mis movimientos que ya se hacen torpes. Sin darme cuenta en el primer momento, el recorrido de ese camino en sentido inverso, lo he llevado a la ventana lateral. Porque, ¿Qué pasaría si en este momento alguien entrara a mi silencioso mundo, a mi descubrimiento, para estropearlo todo? Tendría el escape para salir de prisa y como si fuera a olvidarlo, como si en el arrebato del apuro, del miedo a ser encontrada, lo olvido, lo marco con un papel en forma de triángulo, de flecha. Esta ventana, la de la izquierda, es sólo luz, para saltar al infinito, pero no lo hago. Miro la otra donde la luz casi ha pretendido borrar un árbol sin hojas, pero no ha podido, por lo que se ven sus troncos mayores, ramas intermedias y algunas ramitas delgadas, formándose una trama de grises y blancos que juega como un cuadro.
Pero su luz que entra ha marcando un rectángulo justo delante de mí. Si me acerco un poco más, si mi pie pisa el límite, si me atrevo a traspasar los fósforos de mi espera y entregarme a esa luz para que me devore, como a Alicia, comprendo que llegaré al mundo de las personas y dejare mi soledad. Viviré escenas de lo que fue es y serán mis encuentros, no en una esfera como el Aleph, sino en una secuencia lineal por la que avanzo. Entonces me dejo llevar al vacío lanzándome y extrañamente no siento temor. Me lleno de ansiedad por llegar donde todo puede ser, donde lo lógico convive con la extraño, donde no todo tiene sentido y eso me encanta y los pensamientos hablados son casi siempre inentendibles. Porque así es la mente de los humanos, ese montón de ideas que van y vienen, esa voz interior que pocas veces se calla y donde casi nunca hay conclusiones. Mi caída me lleva por túneles, espacios pequeños donde no quepo porque mi ego crece, y donde también me vuelvo pequeña y vulnerable. Me encuentro con personas que me desconciertan porque no entiendo el lenguaje que hablan, entonces improviso, construyo frases, como usando un diccionario de lenguas, de esas que vienen hechas y que todos usamos y entendemos y que sirven para comunicarnos. Por un momento funciona, pero después de un rato me doy cuenta que mis palabras se las lleva el viento, como tanta otras veces. Y es que ya han vuelto a sus pensamientos, a sus propios diálogos. Subo la voz para llamar su atención, pero ya es tarde. Entiendo que mas importa hablar que escuchar.
Pero mi viaje no es para quedarme esperando atención, es para vivirlo. Se abre un jardín con infinidad de verdes, esos que quiero devorar con mi cámara para registrarlos, aunque en mi mente sean muchos más que en la imagen que pueda conseguir. Pero lo hago más bien por el placer de hacerlo. Y mientras estoy en eso, a tientas, porque uso el lente como mis ojos, me voy internado en este bosque mágicamente frondoso de miles de planos. De pronto aparece un árbol de un follaje tupido-verde oscuro-gigante y un reflejo dorado me encandila por un momento. Tapo mi lente con mis manos y cuando vuelvo a mirar, una figura en tres dimensiones, como un holograma se va defiendo lentamente, entonces recuerdo que en este lugar todo es posible. Es una mujer muy anciana pero con cara de niña, me habla y al contrario de lo que espero, de la burla o las palabras sin sentido, voy escuchando palabras que resuenan en mi cuerpo, como una vibración. Me doy cuenta que no mueve sus labios, que todo nuestra comunicación es a través de la mente. En mi interior, tengo la esperanza que tal vez sea mi madre o mi abuela o mi padre, no lo sé, tal vez son todos ellos, porque las palabras que transmiten son como un bálsamo mágico para mí. Una sensación de paz se va apoderando de mi cuerpo y comprendo que no estoy sola, que las palabras vacías existen para quienes quieran escucharlas, que hay un canal invisible, como un cordón umbilical diáfanamente transparente que nos conecta a todos y que sólo hay que encontrarlo. Es la pureza de la comunicación, la que nos recuerda que todos nacimos del mismo vientre o la misma semilla, esa mujer de 3 millones de años bautizada Lucy, que puede ser como nuestra madre, la madre de la humanidad, que es quien nos conecta hasta el día de hoy. Entiendo que es mejor dejar atrás las caretas, que no tengamos miedo en mostrarnos, porque eso es lo que nos destruye, el miedo. Ese que sentimos cuando hacemos algo y anidamos la duda de cómo será recibido por los otros o cuando conocemos a una persona e inconscientemente apretamos nuestro cuerpo como protegiéndonos, cuando estamos con nuestro ser querido y lo abrazamos con fuerza sabiendo que es otro al cual no podemos acceder en su fuero mas interno. Es que al final no podemos controlar nada y ese miedo irreal pero a la vez tan concreto, nos paraliza, paraliza nuestro corazón, nuestro entendimiento, devora las energías. Entonces sólo nos queda la cáscara, eso que vemos y que no contiene nada y ahí surgen esas palabras, que tan poco nos dicen.
Han pasado horas, tal vez semanas o meses o quizás todo ha sido un minuto. Tal vez hemos viajado a la velocidad de la luz y ya estamos de vuelta. Quizás fue mi mente la que viajo o todo mi cuerpo lo hizo. Me siento liviana, parece que estoy volando…
Bea Giovanelli + diciembre 2018
l a f ot o e n c o n t r a d a
Tenía que hacer un relato sobre una foto. Las que aparecen entre recuerdos guardados, familiares del pasado desconocidos para nosotros y que a veces nos ayudan a descubrir su identidad, anotaciones al reverso o pistas de timbres de agua de donde fueron tomadas. Encontré varias y poco a poco logré descubrir la existencia de los hermanos de mi tatarabuelo, los Stone que desde Philadelphia llegaron al sur de Chile y luego a Argentina, por lo que mi idea era construir una historia a partir de la fotos que tenía. Algunas pálidas, otras en mejor estado, desde el día que llegaron a mis manos, empecé a pensar en el relato, pero una vez con las primeras palabras escritas, algo me fue trasladando, no hacia donde quería ir, sino hacia una extraña sensación, que de pronto se convirtió en una nostalgia mágica y reveladora. Como las magdalenas de Proust, algo me estremeció y vinieron a mi mente momentos tristes de mi vida, sentí que algo especial me sucedía y pude percibir como las emociones escondidas florecían en mi interior, como si alguien desde algún lugar me hiciera entender que la foto encontrada, era otra…
Quedaba poca luz desde hace un rato, pero no quería detener mi búsqueda por encontrar algo entre las pocas cosas que eran de mi madre. Un rastro, quizás palabras escritas que me ayudaran a entender su verdadero interior, la razón de su distancia y ese silencio que la acompañó hasta el último momento. Tal vez anhelos escondidos, momentos difíciles, sus pensamientos más profundos, esos que no se cuentan pero que a veces se escriben en un cuaderno. Pero el silencio continúa y no encuentro nada que me responda.
Creí escuchar afuera una música que me recordó tus tardes. Esas en soledad, donde te sentabas a tocar el piano, abrías libros de música tarareando lo que querías encontrar entre recetas de cocina y apuntes de jardinería. Las piezas de Chopin y Beethoven que tocabas incluso en un teclado dibujado cuando estuviste sin el piano. Todavía recuerdo las frías ventanas rodeadas de nieve y las largas horas oscuras de invierno donde acostados con la puerta abierta te pedía escuchar a Madame Butterfly y esas noches de tertulias musicales en el norte: dos amigos y piano a cuatro manos, junto al violín de Don Jaime, que me mantenían al otro lado imaginándolo todo y esperando que abrieras la puerta para llevarnos algo rico de comer.
Recuerdos en mi mente que se enredan con tu mirada dulce de pocas palabras y emociones un tanto contenidas, siempre un estado controlado y ahora una historia que no resuena, ni cartas, ni recuerdos sentimentales.
De pronto un sobre grande cae desde arriba y mientras lo voy abriendo poco a poco, me punza descubrir lo que tú ya sabías. Imágenes tuyas, tu más intimo yo, la prueba fehaciente y científica, tan tangible y objetiva como toda tú, que revela lo que escondiste para nosotros, lo que no pudimos hablar, lo que te llevaste.
Una y otra vez la distancia, porque si, por temor, por no saber cómo hacerlo, por herencia, por aprendizaje, por familia, o por ti, tal vez solo por ti.
Te tomé una foto antes de tu partida. Tu pelo recién cortado, tu cara limpia, tu belleza que no se transmuta ante la enfermedad, que parece intocable, la guardo y la atesoro como testigo de tus últimos días. En ella tus ojos están como inundados de lágrimas que brillan a la luz. Que ven tus ojos, que emociones hay en ti que no revelas? Como puedo acompañar tu miedo para darte sostén en esas largas horas? Desde niña quise evitarte sufrimientos y protegerte como si fuera tu madre.
Hay algo que no comprendo pero que interpreté como un gran secreto que te mantiene en esa nube de misterio y silencio.
Y esas imágenes que se revelan solas mientras caen, ocultas durante meses, ese dolor de ella y también nuestro, escondido como un gran secreto, es la foto más triste encontrada, guardada sigilosamente como una gran vergüenza y que llega a destruirlo todo, el comienzo del quiebre, la perdida, la partida, el final.
Lo contiene todo, el rechazo por lo que revela y la nostalgia por lo que fue.
Bea Giovanelli + Julio 2019
Tenía que hacer un relato sobre una foto. Las que aparecen entre recuerdos guardados, familiares del pasado desconocidos para nosotros y que a veces nos ayudan a descubrir su identidad, anotaciones al reverso o pistas de timbres de agua de donde fueron tomadas. Encontré varias y poco a poco logré descubrir la existencia de los hermanos de mi tatarabuelo, los Stone que desde Philadelphia llegaron al sur de Chile y luego a Argentina, por lo que mi idea era construir una historia a partir de la fotos que tenía. Algunas pálidas, otras en mejor estado, desde el día que llegaron a mis manos, empecé a pensar en el relato, pero una vez con las primeras palabras escritas, algo me fue trasladando, no hacia donde quería ir, sino hacia una extraña sensación, que de pronto se convirtió en una nostalgia mágica y reveladora. Como las magdalenas de Proust, algo me estremeció y vinieron a mi mente momentos tristes de mi vida, sentí que algo especial me sucedía y pude percibir como las emociones escondidas florecían en mi interior, como si alguien desde algún lugar me hiciera entender que la foto encontrada, era otra…
Quedaba poca luz desde hace un rato, pero no quería detener mi búsqueda por encontrar algo entre las pocas cosas que eran de mi madre. Un rastro, quizás palabras escritas que me ayudaran a entender su verdadero interior, la razón de su distancia y ese silencio que la acompañó hasta el último momento. Tal vez anhelos escondidos, momentos difíciles, sus pensamientos más profundos, esos que no se cuentan pero que a veces se escriben en un cuaderno. Pero el silencio continúa y no encuentro nada que me responda.
Creí escuchar afuera una música que me recordó tus tardes. Esas en soledad, donde te sentabas a tocar el piano, abrías libros de música tarareando lo que querías encontrar entre recetas de cocina y apuntes de jardinería. Las piezas de Chopin y Beethoven que tocabas incluso en un teclado dibujado cuando estuviste sin el piano. Todavía recuerdo las frías ventanas rodeadas de nieve y las largas horas oscuras de invierno donde acostados con la puerta abierta te pedía escuchar a Madame Butterfly y esas noches de tertulias musicales en el norte: dos amigos y piano a cuatro manos, junto al violín de Don Jaime, que me mantenían al otro lado imaginándolo todo y esperando que abrieras la puerta para llevarnos algo rico de comer.
Recuerdos en mi mente que se enredan con tu mirada dulce de pocas palabras y emociones un tanto contenidas, siempre un estado controlado y ahora una historia que no resuena, ni cartas, ni recuerdos sentimentales.
De pronto un sobre grande cae desde arriba y mientras lo voy abriendo poco a poco, me punza descubrir lo que tú ya sabías. Imágenes tuyas, tu más intimo yo, la prueba fehaciente y científica, tan tangible y objetiva como toda tú, que revela lo que escondiste para nosotros, lo que no pudimos hablar, lo que te llevaste.
Una y otra vez la distancia, porque si, por temor, por no saber cómo hacerlo, por herencia, por aprendizaje, por familia, o por ti, tal vez solo por ti.
Te tomé una foto antes de tu partida. Tu pelo recién cortado, tu cara limpia, tu belleza que no se transmuta ante la enfermedad, que parece intocable, la guardo y la atesoro como testigo de tus últimos días. En ella tus ojos están como inundados de lágrimas que brillan a la luz. Que ven tus ojos, que emociones hay en ti que no revelas? Como puedo acompañar tu miedo para darte sostén en esas largas horas? Desde niña quise evitarte sufrimientos y protegerte como si fuera tu madre.
Hay algo que no comprendo pero que interpreté como un gran secreto que te mantiene en esa nube de misterio y silencio.
Y esas imágenes que se revelan solas mientras caen, ocultas durante meses, ese dolor de ella y también nuestro, escondido como un gran secreto, es la foto más triste encontrada, guardada sigilosamente como una gran vergüenza y que llega a destruirlo todo, el comienzo del quiebre, la perdida, la partida, el final.
Lo contiene todo, el rechazo por lo que revela y la nostalgia por lo que fue.
Bea Giovanelli + Julio 2019